Va a ser muy difícil quitarle alguna vez la máscara al socialismo en España. Ver su verdadero rostro. Permanecerá para la gran mayoría oculto durante mucho tiempo, como si fuera una caja china en un laberinto de ardides cubierto a su vez por un velo casi inquebrantable, que ha ido tejiendo concienzudamente su potente e incansable maquinaria de márketing. Es éste, todo hay que decirlo, su único gran éxito. Y funciona.
Parapetados tras un metafórico muro desde donde han ido esculpiendo a fuego rencor y estulticia, las letras allí impresas no dan margen a ninguna salida ni a ningún final; dejan bien a las claras un falso mensaje que nadie puede ya borrar: nosotros somos la libertad, y más allá no hay nada. El votante recalcitrante y empecinado de estos fascistas disfrazados volverá una y otra vez a depositar su confianza en las rojas siglas, inmune a todas las desgracias que sufren, y que les deben. Aunque se estén muriendo de hambre, vean cómo sus confundidos hijos se han convertido en figuras hechas en serie, ignoren cómo abortan sus hijas a escondidas, u observen como todos los principios en que fueron educados se hacen añicos, apuntalarán
sine die su permanencia en el poder por mor de unos principios que el PSOE presenta como modernos, y que no son más que los ecos moribundos de todo lo que ha ido fracasando en los últimos tiempos en muchos lugares del mundo.
Anclados en el mar del odio donde no se salva ni la propia lengua del país, lanzan a destajo dentelladas furibundas, desentierran muertos, engañan desde sus medios de comunicación afines, se erigen, en fin, en unos trileros que jamás levantan sus cubiletes porque allí, bajo ellos, el único premio es la nada, y alguna que otra palabra suelta incapaz de encontrar siquiera una frase a la que sumarse, y encontrar así algún sentido a su presencia.
Vacíos de contenidos se solazan columbrando desde la lejanía sus andanzas, y todas las ruinas que día a día van dejando a su paso. Tras esa máscara esbozan sin tregua esa sonrisa diabólica que deja una única pista sobre su verdadero rostro: una esperpéntica mueca frente al espejo de la historia, donde se adivina un nuevo holocausto que quiere negarse a sí mismo, y desde donde se busca con el atronador brillo de la distorsión la ceguera de todos aquellos que osen mirarlo de frente.