Se despertó y todo estaba
en penumbra. Fue a encender la luz. El interruptor no le hizo caso.
Habían cortado el suministro y no se acordaba.
Una punzada le atravesó
la carne, desde el corazón hasta la boca del estómago, como una
puñalada fría, calculada, certera. A duras penas se incorporó de la
cama. A tientas avanzó unos pasos hacia la ventana, abriéndola.
La soledad sonora de la
ciudad le abofeteó el rostro, con todos sus pequeños ruidos. Una
moto pasó lejana, y el ruido fue decreciendo.
Se quedó mirando hacia la
calle. La gente venía con sus compras, los niños brincaban alegres.
Cerró y se dejó caer sobre el colchón. Sólo quería dormir.
Volver a ese estado de inconsciencia donde el dolor no podía entrar.
Su mujer empezaba a gritar a lo lejos. Veinte años de matrimonio. Veinte años de soledad. La soledad sonora.
La música de un centro
comercial empezó a sonar. La soledad sonora otra vez. El tic tac de
un reloj marcaba un tiempo que ya no era suyo. Era Navidad y la nieve
caía sobre todas las tumbas y todas las cosas, como el poema de
Joyce. Anudó un pañuelo a un saliente y se ahorcó.