domingo, 15 de marzo de 2009

ESA NOSTALGIA DE MADRID QUE NO CESA


Esta mañana no he podido pasear por la Gran Vía, ni ver cómo gasta la incipiente primavera sus primeros pasos por El Retiro, ni atisbar en la Puerta del Sol los primeros rayos del mediodía, ni oler siquiera las porras y el aroma de los cafés que se cuelan por las puertas de tantas cafeterías añoradas. Y es que vivo en Palma de Mallorca, ciudad gris que cambia sólo de color cuando te metes en el mar. Así que he rondado algunas calles, siempre vacías en estas fechas, he bajado la mirada y las orejas cuando ha llegado a mis oídos el odioso catalán impuesto, y me he dado enseguida la vuelta para no morir ahogado al acabarse la única avenida que sirve de escenario a mi domicilio. Palma es hastío, vacío, y en cada rincón surge la nostalgia por estar en tu verdadero sitio, como si fuera el fantasma de una esperanza que sólo sirve para recordarte el eco de tu deseo, ya que ni siquiera puede espantar tanta tristeza y desolación.
Recuerdo cuando paseaba por Madrid con mi abuelo. Los escaparates de las bombonerías repletos de caramelos multicolores, los bancos de los parques donde el olor a tierra se mezclaba con el jolgorio de los niños jugando. Las bulliciosas calles, el repique del metro y las espirales de su humo, el mismo que dibuja ahora, en esta noche de domingo, las figuras intangibles de tantos volátiles deseos.

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