El paso del tiempo tendría que ir parejo con un envejecimiento de los sentimientos y, en consecuencia, tornarse éstos menos vivos, hasta llegar a diluirse alguna vez en el recuerdo. Mas no es así. Mientras que las células van desapareciendo, desgastándose, y por ende la energía va cada vez a menos a la par que el cuerpo se nos arruga como queriendo recordarnos los surcos de la vida en los que hemos tropezado, a ellos les trae sin cuidado el proceso, y van 'rejuveneciendo' para desesperación de muchos y consuelo de pocos. Se torna así la vida más triste cada vez, y todos aquellos que alguna vez soñamos que estaríamos más tranquilos pasado el ecuador de la existencia, nos despertamos cada día con una realidad multiplicada, tanto en lo bueno como en lo malo.
Este nerviosismo existencial, alimentado por todos los disgustos habidos y por haber, está además ayudado paradójicamente por un cansancio crónico que se enaltece día a día, y contra el que hemos de luchar con todas nuestras defensas bajo mínimos. A este fenómeno ha contribuido la hartura de tantos años trabajando, tantos desengaños, toda esta retahíla de desgracias asociadas a un devenir que sólo unos afortunados han encontrado divertido e interesante. Expulsados del paraíso de la infancia, desterrados de una adolescencia que se las prometía eterna, la madurez nos trae de esta forma este regalo en forma de cruz: unos sentimientos que no quieren ser viejos, y que se empeñan en vestirse cada nueva jornada con renovados bríos para seguir combatiendo, lo más apuestos posibles, en esa guerra que nos hemos labrado, y en donde no hay tregua posible. ¿A alguien le queda ya valor para desertar?
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Hace 2 semanas
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