
Este nerviosismo existencial, alimentado por todos los disgustos habidos y por haber, está además ayudado paradójicamente por un cansancio crónico que se enaltece día a día, y contra el que hemos de luchar con todas nuestras defensas bajo mínimos. A este fenómeno ha contribuido la hartura de tantos años trabajando, tantos desengaños, toda esta retahíla de desgracias asociadas a un devenir que sólo unos afortunados han encontrado divertido e interesante. Expulsados del paraíso de la infancia, desterrados de una adolescencia que se las prometía eterna, la madurez nos trae de esta forma este regalo en forma de cruz: unos sentimientos que no quieren ser viejos, y que se empeñan en vestirse cada nueva jornada con renovados bríos para seguir combatiendo, lo más apuestos posibles, en esa guerra que nos hemos labrado, y en donde no hay tregua posible. ¿A alguien le queda ya valor para desertar?
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