Eran las cuatro y media en punto de la
tarde, y el Pa de San Antoni rezumaba misericordia tras los muros de
la iglesia de los padres Capuchinos de Palma. La misma que se negó
antaño en el interior del patio de la antigua cárcel cuando a los
reos se les daba garrote vil, recogía ahora los ecos de cientos de
voces no menos lastimeras.
La larga cola de aquellos que esperaban recoger alimentos se confundía con las sombras que proyectaban los plataneros de la Plaza de España, y el mecer de sus hojas congelaba todos los cuerpos y todas las esperanzas.
La rabia me pudo. Entre ellos divisé a un antiguo profesor de kárate, el mismo que un día lejano me entregó con una amplia sonrisa mi cinturón negro. De ella sólo quedaba una mueca de asco y odio. No pude siquiera acercarme.
Entre la multitud se coló un conocido político. Iba tuiteando con su móvil de última generación. No levantó la vista. Me dieron ganas de cogerle por las solapas y espetarle que todo eso era por su culpa, de entregarle a los presentes para que le dieran de ostias. No hubiera servido de nada.
Apreté el paso. Un bebé lloraba entre los brazos de su madre. Los carritos que llevaban chirriaban, la vida chirriaba, la muerte chirriaba, todo era ruido, hastío, caos. Y las palabras no eran más que palabras, como éstas, y la esencia de la condición humana lo inundaba todo, boqueante, hacia el abismo de la tumba, una vez más.
Entiendo perfectamente tus sensaciones. Y las comparto. Sin embargo, nos falta un paso más: llevar nuestra indignación a los límites de la operatividad. Un ¡Basta! Y me atrevería a decir que a cualquier precio. ¿Alguna idea al respecto?
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