miércoles, 26 de septiembre de 2012

LA NIÑA OLVIDADA

Lanza mordiscos a doquier mientras un obsceno lenguaje salpica con desprecio las paredes, donde varios cuadros de políticos justifican su razón de ser sólo por el hecho de dar sentido a los clavos que les sostienen. Cuando es día de visita su postura intransigente se torna más evidente. La sociopatía que la empapa encuentra entonces vericuetos indecibles en forma de hostilidad y desapego. En el hospicio están hartos.
Un africano que reside en Móstoles y que un día pasaba por allí puede dar fe de esta conducta simplemente bajándose un poco el cuello de la camisa: los dientes de la niña han quedado impresos en su piel, como si con ello hubiese querido compensar la ausencia de la firma de éste en un documento oficial.
Pocos saben su verdadero nombre, aunque muchos se dirigen a ella llamándola ’vieja prematura’. No hay en esta actitud iniquidad alguna, mas si veredicto, puesto que la criatura, a pesar de no haber cumplido el lustro, se asemeja a una anciana desnutrida, sin dientes, con las nieves del tiempo cubriendo unos ensortijados cabellos donde una peineta hace las veces de adorno en festivos.
Alguien la dejó abandonada tiempo atrás. No se sabe quién a ciencia cierta. Los responsables del lugar recuerdan a un señor maduro de enraizada barba dándose a la fuga, tras haber depositado una cesta de mimbre en la puerta, aunque nadie da fe de ello llegado el caso. Pocos quieren meterse en líos. Bastante tienen soportando su empecinamiento. Raro es el día que no lance arengas solemnes en inquietas sobremesas donde los presentes tratan de huir en vano empeño. Los discursos riñen con el humanismo que destilan los oyentes y se enroscan atenazantes en sus gaznates, abriéndose paso a través de un murmullo de palabras sobre las que flotan
súplicas ignoradas, como si éstas fuesen barquitas a la deriva a punto de naufragar en un mar de reproches.
Por las noches la pequeña sólo encuentra consuelo en la cocinera. Solícita ofrece ésta última su regazo mientras atiza con un palo unas cacerolas cual posesa, para que los párpados de la primera se venzan al sueño bajo el atronador repique. Es la única manera de que se duerma. En el fondo de sus pesadillas la huérfana sufre, ya que no se dispersa en el remolino de su memoria el impacto del olvido. Nadie la quiere ya.
Una noche de un mes de mayo enfermó. Estuvo presa durante una larga convalecencia por fiebres que subían y bajaban como por antojo. En ese periodo apenas logró hilvanar una frase. Antes de sanar e irse por la puerta tan campante, con tan sólo un ejemplar de la Constitución española en un hatillo, hubo quien asegura haberle oído exclamar en su delirio: “Soy la niña de Rajoy”. Otros, sin embargo, perjuran que lo que en realidad dijo fue: ¡Qué asco que doy! A saber.

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