Volver a ver las figuras más lúgubres
de antaño, que uno creía ya espectros del pasado sin capacidad para
resucitar, reavivan las sensaciones más confusas y los recuerdos que
parecían estar hasta ahora bajo control. Esta mañana me he
reencontrado con un viejo prestamista, enfermo de leucemia, y a pesar
de todo el tiempo transcurrido después de tantos años sin vernos,
sus movimientos y ademanes me han parecido que han estado ahí
hibernados sólo para mí, esperando descongelarse ante mi mirada, y
desparramar así toda la parafernalia de la que siempre ha hecho
gala. Su frialdad al tasar, sus ojos sanguinolentos, la forma de
entregar el dinero a sus clientes, han conformado sin saberlo dos
universos paralelos que han ido a converger en una imagen difusa, que
certifica una época intemporal e imperecedera.
Sólo ha cambiado el escenario a causa
de la crisis -ahora atiende de tapadillo en una joyería- así como
su físico, que ha pasado de ser ejemplo de orondez escandalosa, a
paradigma de sospechosa delgadez. Cosas de la reciente enfermedad que
le acaban de descubrir. A la usura, por lo visto, la cercanía de la
muerte le da alas, quizás para ponerle más fácil la huida llegado
el caso.
Era una mañana de sábado y los pajarillos piaban tras los vidrios mientras él pesaba oro, y soñaba con engañar al destino.
Era una mañana de sábado y los pajarillos piaban tras los vidrios mientras él pesaba oro, y soñaba con engañar al destino.
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