Tras regresar a mi hogar
palmesano tras cinco años dando la vuelta al mundo, comenzó una terrible pesadilla para volver a 'integrarme'. No era fácil tras un periplo donde me pateé millones a resultas de la venta de un chalet. Con solo descolgar el teléfono tenia lo que quería. Nueva York, Tokio, París, se me antojaban ahora paisajes soñados a los que quizás jamás volvería.
Pero urgía romper el círculo, y ponerme a
buscar trabajo. Necesitaba algo que me devolviera mi autoestima,
ganar un sueldo, mas ¿qué hacer?
No me apetecía volver al mundo de la prensa para nada.
Por eso de las casualidades de
la vida había entablado por entonces amistad con un chico que era
vigilante de seguridad en un gimnasio al que empecé a ir. Me dijo
que hacía falta pasar un examen teórico y físico y, así, un buen
día, de repente, me apunté a una academia para conseguirlo.
Fue una etapa estupenda de la
que guardo un grato recuerdo. Mis compañeros de clase me nombraron
enseguida delegado de curso, tras mis altas puntuaciones en todos los
exámenes de preparación que realizábamos puntualmente. No eran
fáciles. Teníamos que aprendernos cinco libros: armamento, teoría,
leyes, y un sinfín de conocimientos, defensa personal incluida. En este último capítulo conservar aún mi cinturón negro de kárate ayudó mucho.
Me aplicaba al máximo, dándolo todo. Me gustaba. Me aprendí de
memoria todas las partes de un arma, cómo actuar en casos de
emergencia, a realizar primeros auxilios… Los fines de semana me
entrenaba corriendo, cronómetro en mano. Mi mujer me acompañaba
siempre, atenta a mis progresos. Lo daba todo.
Los profesores eran magníficos.
El que llevaba la batuta, Paco, era un curtido escolta, experto en
tiro, muy buena persona y algo chulo. No le gustaba que yo fuera
periodista, sobre todo después de un incidente que protagonizó
durante esa época en un campo de tiro, en el que a alguien se le
escapó una bala con tan mala fortuna que alcanzó en el cuello a un
albañil que trabajaba a unos cientos de metros del lugar. Nunca se
aclaró el asunto, pero a él le sirvió de excusa para cargar las
tintas contra la prensa, que lanzó la noticia a todo bombo para
olvidarla misteriosamente a los pocos días. Todo quedó ahí, y el
pistolero despistado jamás salió a la luz.
Y llegó el gran día: los
exámenes ante la Policía Nacional. La primera parte, quizás la más
importante, constaba de la parte física. Teníamos que correr en un
circuito profesional cuatro largas vueltas, en un tiempo máximo de
quince minutos si queríamos aprobar. El ritmo tenía que ser
constante, rápido, y sólo los preparados íbamos a conseguirlo.
Estaba nerviosísimo. El día anterior había sufrido un tirón y me
dolía mucho una pierna. Me hice un vendaje y me situé en la línea
de salida. Éramos veinte. Algunos de ellos acudían por cuarta vez a
la prueba, tras haber suspendido una y otra vez las convocatorias
anteriores. Uno de ellos, entrado en carnes, empezó a darnos los más
variopintos consejos:
-Lo primero es no perder el
control muchachos, esto es muy duro, no sólo porque estamos a 40
grados y el sol cae a plomo, sino porque el tema no es moco de pavo.
La carrera es larga de cojones y que a nadie se le ocurra marcar un
ritmo fuerte. A la larga le pasará factura y no llegará. Sé lo que
digo.
Cuando sonó el silbato salí
como alma que lleva el diablo. Pronto dejé atrás los reproches del
orondo. Tenía que marcar el mejor tiempo y nadie iba a impedírmelo.
En la primera curva me entró un flato tremendo y las dudas se me
subieron sin permiso a la cabeza. Pero ocurrió algo que lo cambió
todo.
De pronto empecé a escuchar en mi interior la música de
Rocky, la misma que sonaba en una de sus más emocionantes películas,
cuando recobraba el aliento y el coraje, en el asalto más
trascendental de su vida, y sacaba a relucir todo su corazón y toda
la valentía que los grandes hombres llevan siempre dentro. Empecé a
ir mucho más veloz; doblé incluso a mis camaradas, y llegué a
cruzar la línea de llegada en primer lugar batiendo todos los
cronos, incluso los de los veinteañeros. El público, en su mayoría
compañeros de clase que no habían podido superar las pruebas
preliminares para la final, me jaleaban desde las gradas con gritos
de: ¡Delegado, delegado!
Di una vuelta de honor llorando
emocionado a todo trapo, pegando saltos y gritos. Lo había
conseguido. Había renacido, al fin. Nunca me sentí más orgulloso
en mi vida, de verdad. Algunos policías se acercaron a abrazarme
ante el estupor general. A uno de ellos le conocía de la época de
las ruedas de prensa mañaneras, y su solidaridad hacia mi persona se
mezclaba con la sorpresa de haberme visto allí. No preguntó nada.
El gordito estaba siendo atendido mientras tanto por un equipo médico
en una ambulancia, y se lo perdió. No es broma. El pobre hombre
casi la palma, según contaron los facultativos más tarde.
-Si no le llegamos a dar oxígeno
no lo cuenta. No sé a quién se le ocurre correr a ese ritmo
frenético con su peso. Estaba tan azul que no parecía de este mundo
Más tarde me echaría en cara,
de manera simpática, el que hubiera dado a la carrera un paso tan
fuerte, haciendo caso omiso a sus consejos.
-En fin, me dijo- Por lo menos
he aprobado cabronazo.
Superé asimismo las otras
pruebas: las de salto, lanzamiento de peso y una carrera de velocidad
de corto recorrido. La teórica, al día siguiente, la aprobé de
largo. Ya estaba listo para empezar. Pero antes, para redondear, me
apunté a un curso de escolta privado. El profesor nos preguntó:
-¿Qué queréis, clases light, o que os las dé como si os tuvieseis
que ir a la guerra? Optamos por lo segundo. Éramos cinco locos de
cuidado y no sabíamos lo que nos esperaba. Paco iba ser más duro
que nunca. Pero esa es otra historia.